Ficha |
Cuarta edición, 2011, corregida y ampliada
Formato 14 x 20 cm, 128 páginas, ilustrado, a un color.
Ilustraciones de tapa e interior: Isabel Aguinagalde
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Es una recopilación de cuentos, frases y poemas.
La obra de tapa y las ilustraciones son de Isabel Aguinagalde. El prólogo es de Pancho Aquino.
Incluye el ensayo “Cadena y Jaula”, del escritor Guillermo Enrique Hudson
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El ruido
Publicado en: “En la huella” 1ª. Edición/2002
El ruido del martillo me despertaba muy temprano.
Era José, el herrero del barrio.
El golpe contra el yunque sonaba en cada rincón,
en cada patio, en cada casa.
Alguna vez me asomé a la ventana para protestar,
¡molestaba tanto ese ruido!... pero no lo hice.
Al atardecer, cuando las luces de la calle se encendían,
José, con paso cansado, cerraba la cortina y se retiraba,
pero el golpe monótono de la maza contra el hierro
seguía retumbando en mis oídos.
Un día me desperté sobresaltado, como si algo me faltara,
ningún ruido alteraba la paz de la madrugada.
Por la ventana vi que la herrería estaba cerrada, vi un cartel de letras rojas que decía “Se vende”, y vi que José se alejaba, cargando una valija vieja.
Salí corriendo, quise decirle que no se fuera, que no me molestaba el ruido, pero de mis labios no salieron palabras.
Vi su silueta perderse en la distancia, por última vez.
Ya no me molesta el golpe del martillo, pero no puedo dormir,
Quietud y ausencia. Demasiado silencio.
Eres como una espina
Publicado en:“En la huella” 1ª. Edición/2002
Cuando te vi, te sentí.
Eras un pimpollo, luchando para ser flor.
No sé si fue tu color, tu belleza
o tu perfume, pero allí me quedé, acariciando tus pétalos,
tan suaves, tan bellos.
Y sin darme cuenta entraste en mi carne, de golpe, punzante, un dolor me recorrió, y aún estás allí, no quiero arrancarte.
Eres como una espina,
la espina de una flor
que me está hiriendo,
entrando en mi sangre,
para mi gozo.
Quédate, no importa mi herida,
quédate... te amo.
Amor de poeta
Publicado en:
“En la huella” 1ª. Edición/2002
No puedo bajarte una estrella,
ni apagar el Sol,
o secar los mares,
como muchos poetas te prometen.
Yo sólo puedo amarte a mi manera,
dejando a las estrellas, al Sol y al mar
donde están y como están.
Sé que parece poco,
pero es todo lo que tengo.
Así te amo.
El mar borra las huellas grabadas en la arena. El tiempo borra las huellas en cualquier lugar que estén.
Si te subiste al caballo, pensá que en algún momento tendrás que desmontar.
Mientras los honestos suelen parecer insolentes por su forma de hablar, los corruptos nos faltan el respeto con cortesía y en silencio.
El cóndor
Publicado en: “En la huella” 1ª. Edición/2002
Su vuelo era elegante, magnífico. Se había ganado el respeto de los otros cóndores, que veían en él a un ser perfecto por su habilidad y destreza.
Las hembras soñaban con él, los machos lo admiraban y envidiaban.
Pero él no se sentía diferente. Era, eso sí, el más independiente y solitario. Pasaba muchas horas solo, volando entre las altas cumbres. Le encantaba perderse entre los picos nevados y que la nieve al caer salpicara su plumaje oscuro. Disfrutaba al sentir el viento helado en su cara y apreciaba el silencio como única compañía.
Pero, sin que él se hubiera dado cuenta, unos ojos oscuros seguían sus vuelos desde hacía largo tiempo; ella soñaba con él desde pequeña, lo esperaba entre los peñascos al atardecer, y cuando su figura se recortaba contra el sol poniente su corazón palpitaba con fuerza. Estaba enamorada y a él llegó la fuerza de esa mirada, por eso no sorprendió a nadie que una mañana los dos partieran juntos, perdiéndose entre las nubes.
Regresaron felices un tiempo después, para armar el nido y esperar la llegada de los pichones.
Al nacer los pequeños ella sintió temor de que él volviera a emprender aquellos osados vuelos, temía perderlo; sus celos se enfrentaron a la libertad del intrépido cóndor, el se sentía bien junto a sus hijos y a su amada, por eso dejó de aventurarse, ya no volaba hasta lo picos más altos, nadie podía creer que el amor lo hubiera cambiando tanto.
Pasó el tiempo y todos empezaron a notar que el cóndor estaba cada día más triste y callado, que pasaba horas mirando hacia las altas cumbres y que sus ojos brillantes y profundos se perdían en la lejanía.
Ella no notó el cambio y estaba más que feliz, lo tenía a su lado todo el tiempo, como lo había soñado y siempre repetía que no podría vivir sin él, que moriría si se alejaba algún día.
Pero ocurrió que un atardecer y a pesar de que era pleno verano, él comenzó a temblar, sus ojos brillaban más que nunca, nadie vio cuando se levantó lentamente y mirando al infinito cerró sus ojos y quizás recordó o soñó aquel pasado de libertad; abriendo sus grandes alas quiso emprender el vuelo, pero fue en vano, apenas se elevó, su cuerpo cayó entre las piedras, al costado del río, donde lo encontraron muerto.
Ella se quedó sola, pero no murió de amor, como había pensado. Siguió viviendo cada día, creyendo verlo en cada nube, atrás de cada cumbre y hundida en la pena de saber que lo había perdido por no permitirle volar. Entonces entendió que el amor, si es amor, debe vivir... en libertad.
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